Poema de amor a Carl Sagan
Cuaderno de raya
Cuaderno de raya es una sección en la que participan estudiantes y personas interesadas en los fenómenos científicos, con textos que pueden ser de creación literaria (cuento, poesía, ensayo, varia invención), reseñas sobre películas y libros o textos breves en los que se exponga un punto de vista propio como parte de un ejercicio de reflexión en torno a algún tema científico. Si quieres saber más, conoce nuestra convocatoria permanente.
Parte de lo que disfrutamos en el Ciencia Slam es no sólo hablar de ciencia, sino sobre la ciencia. Desde grandes preguntas como ¿qué es ciencia? o ¿quién la hace? Pero también nos gusta imaginar otras realidades –menos patriarcales–, otros futuros –más incluyentes–, y también otros pasados: ¿qué hubiera pasado si…?
Y, al parecer, no somos los únicos. En esta ocasión les traemos un poema de Robin Myers llamado “Poema de amor a Carl Sagan”, originalmente escrito en inglés y traducido por Isabel Zapata. Robin nació en Nueva York, pero desde hace varios años vive en México. Es poeta y traductora, y si se lo piden bonito, puede enviarles un maravilloso poema diario.
En este poema, Robin nos habla sobre una decisión que tuvo que tomar Carl Sagan, y qué pasaría si esa decisión hubiera sido diferente, qué pasaría si otros seres encuentran otra versión del Pioneer 10, qué hubiera pasado con nosotros acá en la Tierra. ¿Seríamos los mismos?
Si quieren leer más de Robin, pueden disfrutar de su poesía –en edición bilingüe–, en Ediciones Antílope.
Les invitamos, como siempre, a leer en voz alta.
Agustín Ávila Casanueva
Poema de amor a Carl Sagan
El Pioneer 10, la primera nave espacial en salir del sistema solar, llevaba consigo una placa de seis por ocho pulgadas de aluminio anodizado en oro grabada con un mensaje –información sobre el origen de la nave y la vida humana– por si era interceptada por alguna forma avanzada de vida extraterrestre. La placa incluye el dibujo de la silueta de un hombre y una mujer desnudos. Carl Sagan codiseñó el mensaje y su entonces esposa, Linda Salzman, hizo el dibujo.
Un hombre y una mujer flotan, sin tocarse, en el espacio.
Espacio es una palabra que usamos para vacío,
es decir, un lugar donde no estamos nosotros.
Grabados en su placa metálica, flotan, el hombre y la mujer,
sus manos separadas, hacia cualquier clase de nada
que los absorba, cualquier clase de criatura que algún día
pueda extender un apéndice, membrana, hueco
o algún otro receptor misterioso que pudiera tener
para recibirlos, o no, en un intento de aprender, o no,
qué es una mujer, qué es un hombre,
la forma de sus pantorrillas, cómo se acomodan sus dedos
en un gesto de bienvenida o de reposo.
El hombre y la mujer, flotando en el espacio,
no se tocan, para que la criatura inimaginable
no los confunda con un solo organismo
amorfo, semisimétrico,
unido en el eje que entendemos como manos.
El hombre y la mujer que no se tocan
son cada uno una silueta sólida, de rostro plácido, lisos
por diseño, sus cuerpos desprovistos de color, órganos, accesorios
que revelarían su particularidad a Río de Janeiro, por ejemplo,
al cinturón bíblico, la selva del Congo, el desierto del Sahara
o cualquier otro lugar.
El pene del hombre está presente y flácido.
La vagina de la mujer pulcramente triangular, sin fisura,
para apaciguar a los censores. No hay,
quiero ser clara, absolutamente ningún punto de contacto.
¡Ay, Carl Sagan, la presión!
El terrible peso de la responsabilidad
forjado en el metal, precipitándose ahora castamente
a través de la infinita virginidad del espacio.
Qué tarea, esta inmutable lección de dos dimensiones
sobre la anatomía de todos: pasteurizados
en líneas, decoro y proporciones aproximadas;
sin carne ni funciones ni fricciones de ninguna clase,
sin lunares ni cicatrices ni amputaciones marcadas por líneas de ensamble
ni barbas, por supuesto nada de vulvas
y sin involucrarse, en el sentido
en que mi pie está involucrado con el calcetín, el zapato, la alfombra,
la doctora involucrada con el termómetro
que coloca debajo del brazo del anciano
y con el hombre al que le pertenecen el brazo y la axila.
Sobre nosotros, un hombre y una mujer,
sin tocarse, ahora para siempre
intocables en nuestra memoria,
flotan en el espacio,
como dioses, finalmente, como siempre quisimos,
o al menos en la única manera
que podemos ser dioses.
Está bien, Carl Sagan,
está bien, es cierto.
Con el bosquejo de cualquier forma humana
como retrato definitivo de lo que somos y hacemos,
simplemente no habría manera de evitar la mutación:
una niña en bicicleta se vuelve mítica,
una bestiecilla con alas de dos ruedas
y contornos que cambian de forma con el viento.
¿Qué pensarían de nosotros, esos otros inconcebibles
–ajenos a nosotros en la textura de su piel, si tienen piel,
en sus intimidades con el tiempo, si cuentan el tiempo,
en la cuestión de su antojo por la sal,
si tienen antojos, si ellos son de hecho ellos–?
Consideremos, entonces, la casa de fieras:
Hombre y mujer tomados de la mano para luego soltarse.
Hombre cepillando el pelo de hija.
Mujer pasando la lengua por clavícula de mujer.
Hombre ahorcando a hombre.
Mujer y hombre y hombre y mujer y mujer y mujer
y hombre y mujer y hombre y mujer acurrucados sin querer
unos con otros en el metro.
Mujer desgarrando un hueso de puerco con los dientes.
Hombre meciendo una pistola.
Muchacha tocándose hasta quedarse dormida en choza con techo de lámina corrugada.
Niño besando niño en la sombra de lago y esperando
sesenta años para hablar del tema.
Hombre acercándose a mujer en colchón que memoriza su forma
y sin embargo los olvida mientras ellos luchan
para encontrarse en el centro fundido de lo que sienten
y desaparecer en el espacio que los separa.
Hace poco, un hombre y yo nos sentamos junto a una cascada
con las piernas en la corriente y nuestros hombros tocándose.
Sé que sentí el cuerpo salvaje y vasto del río
y el cuerpo breve y cálido del hombre y sé
que mi cuerpo estaba involucrado con los dos, y ¿quién puede negar
que hayamos formado, juntos,
aunque sea por un momento,
un nuevo animal?
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