Los elementos en el arte

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Cruce de peatones

Los elementos en el arte

24/09/2020

Con la tierra vemos la tierra, con el agua el agua,
con el aire el aire brillante y con el fuego
el fuego destructor; con el Amor vemos el Amor
y a la Discordia con la funesta Discordia.

Empédocles

 

Artistas del Cosmos

 

Desde mucho antes de que se estableciera la teoría clásica de los cuatro elementos, éstos no sólo han acompañado a los seres humanos en su quehacer diario sino que le han dado vida, apoyo y bienestar: las cavernas que se forman en la tierra fueron el primer cobijo que encontraron nuestros ancestros cuando abandonaron la vida en los árboles; mucho más tarde, cuando supieron descifrar el misterio de la agricultura, la propia tierra les brindó un sustento estable que, a su vez, les permitió dejar la vida de nómada, alimentarse mejor y disfrutar de más tiempo de ocio, condición indispensable para desarrollar la inteligencia.

 

Por su parte el agua, que conforma el 80% de nuestros cuerpos, además de hacer posible la vida, de nosotros mismos y de los animales, plantas, y microorganismos que nos acompañan en la Tierra, se convirtió en fuente de alimentos y en nuevos caminos que nos permitieron llegar hasta los últimos reductos del planeta.

 

El aire, que nuestros pulmones “exigen tres veces por minuto”, como afirma el poeta Gabriel Celaya, trae las nubes cuya lluvia empapa las tierras de cultivo, y ha servido de fuerza motriz para moler los cereales y para recorrer esos caminos de agua que mencionamos arriba.

 

Por último, el fuego, desde que nuestros ancestros fueron capaces de domesticarlo, nos ha dado protección; gracias a él, nuestros alimentos son más sabrosos y nutritivos; la energía que encierra nos ha ayudado a transformar el mundo que nos rodea, a movernos por él, en el barco de vapor (que une al fuego con el agua), y por los cielos que lo envuelven a través del avión, a velocidades que, apenas hace un siglo, hubieran parecido un sueño; incluso nos ha llevado más allá de nuestro planeta en pos de las estrellas.

 

Tres rasgos culturales caracterizan a nuestra especie y la hacen única en el reino animal. El primero, y más antiguo, es la capacidad para elaborar utensilios y herramientas; el segundo, que data de por lo menos hace 100 mil años, es la capacidad para comunicar nuestras experiencias, ideas y pensamientos a través de un lenguaje hablado; el tercero, cuyas huellas se remontan a hace alrededor de 80 mil años, es la capacidad para manifestar, mediante objetos, sonidos e imágenes, nuestro aprecio por la naturaleza y por las cosas bellas que encontramos en ella, así como nuestro espíritu: el arte.

 

Desde hace al menos 44,000 años, el arte y los cuatro elementos primigenios que propusieron los filósofos griegos de la Antigüedad han ido de la mano. Ése es precisamente nuestro propósito: desentrañar las profundas relaciones, muchas de ellas insospechadamente complejas, mágicas algunas otras, que existen entre las artes plásticas y los cuatro elementos.

 

Los estados de la materia

 

Los objetos que conforman el mundo que nos rodea se presentan en alguno de estos tres estados: sólido, líquido o gaseoso. Ahora bien, ¿qué características tiene cada estado de la materia que nos permiten identificarlo? Dicho de otra forma, ¿por qué sabemos que una moneda de cobre es sólida, la gasolina líquida y el oxígeno gaseoso? En realidad, hay muchas maneras de saberlo, pero la más simple es la que proviene de nuestros sentidos: basta con ver una moneda de cobre para darse cuenta de que tiene una forma propia y ocupa volumen propio. La gasolina, en cambio, no tiene una forma propia, más bien adquiere la del recipiente que la contiene, aunque sí ocupa un volumen propio. El oxígeno, por su parte, no tiene forma ni volumen propios, los adquiere del recipiente que lo contenga.

 

Por otro lado, se sabe que los estados de la materia no son inmutables: si se aplica calor a una moneda de cobre, ésta se fundirá y perderá su forma, aunque conservará su volumen, esto es, se trasformará en líquido. De la misma manera, si se aplica calor a la gasolina, se transformará en un gas, y, si por el contrario, enfriamos severamente el oxígeno, se transformará en un líquido; y un líquido, como el agua, si se enfría, puede transformarse en un sólido.

 

Así, la acción de la energía permite alterar los estados físicos de la materia. Aquí radica la clave del pensamiento de Empédocles que lo llevó a proponer la teoría clásica de los cuatro elementos: a la temperatura ambiente promedio del planeta, todo los gases están asociado con el elemento aire, y la energía, capaz de alterar los estados de la materia, está asociada con el elemento fuego.

 

La tierra

 

Desde el punto de vista físico, el elemento tierra, que representa todos los objetos sólidos que hay en el planeta, tiene las características del estado sólido: guarda una forma y un volumen propios; al parecernos más denso que los líquidos y los gases, da una sensación de pesantez y contundencia; también puede asociársele dureza y, en algunos casos, maleabilidad.

 

A un objeto sólido, y esto es importantísimo para el arte, puede cambiársele de forma. Por ejemplo, una piedra, debidamente tallada, puede adquirir la forma de una esfera, de una manzana o de un cuerpo humano. Una vez transformada, si no se manipula más, conservará su nueva forma eternamente.

 

Desde el punto de vista psicológico, el elemento tierra tiene muchos significados que se derivan tanto del hecho de representar el estado sólido, como de su propio nombre, que es el mismo con el que denotamos al planeta donde vivimos, así como al suelo donde estamos parados y de donde obtenemos nuestros alimentos.

 

Así, la naturaleza sólida del elemento tierra, como se dijo antes, nos provoca una sensación de gravidez y de contundencia, pero también de permanencia e inmutabilidad; de reposo e inmovilidad; de fortaleza y resistencia.

 

Como el planeta en que habitamos, la Tierra nos provoca una sensación de pertenencia, de ser el hogar que compartimos todos: una enorme y hermosa esfera azulada que gira impertérrita en torno al deslumbrante Sol; también nos causa una sensación de permanencia: la Tierra, así como ha existido desde mucho antes de que apareciéramos sobre ella, seguirá existiendo cuando no quede huella del ser humano en su corteza.

 

Como la superficie seca del planeta, la tierra tiene sus significados más vastos y complejos. Antes que nada, el suelo que pisamos, la tierra, es lo que nos sostiene en pie y sostiene nuestras casas, las cuales, a su vez, están hechas de una misma tierra o de los objetos que reposan en su superficie; la tierra, entonces, es apoyo y es morada. Además, la tierra nos da el sustento, al brotar de sus entrañas las plantas que nos alimentan y alimentan también a otros animales que comemos. La tierra, pues, nos da la sensación de soporte, de fertilidad, de ser el lugar donde brota la vida, pero también es el lugar que recoge nuestros restos mortales, y los restos mortales de todos los seres vivos que deambulan sobre ella; los recoge en su seno descompuestos y los recompone para luego formar parte de ella misma: “polvo eres y polvo te convertirás”, dice el proverbio bíblico, que bien podría replantearse como: “tierra eres y en tierra te convertirás”.

 

Por darnos cobijo y sustento; por brotar de su seno todo cuanto vive y por recoger en él a todo cuanto muere, asociamos a la tierra con la fertilidad, con el origen de la vida y con el destino de la muerte. Sus oquedales, que nuestros ancestros usaron de vivienda, nos recuerdan al útero materno, el tibio lugar del alma del que salimos y, a su vez, la tumba en la que descansaremos para siempre. Así, vemos a la tierra como nuestra madre y, en general, la identificamos con el principio femenino. De ahí que en la mayoría de las religiones se la haya representado como una diosa, como mujer fértil y maciza, exuberante y promiscua. Es la madre Gea de los griegos; aquélla que, instigada por los dardos de Eros, recibió el abrazo del cielo, Urano, para gestar en sus entrañas a los gigantes y titanes que serían padres de los dioses del Olimpo y abuelos de los seres humanos.

 

Desde el punto de vista estético, la tierra es la materia prima fundamental de las artes plásticas: con ella se hacen los objetos artísticos y sobre ella se plasman las imágenes pictóricas que, a su vez, se elaboran con materiales derivados de la tierra. De hecho, el término “plásticas” se refiere a la ductilidad de este elemento, que le permite tomar innumerables formas.

 

Por otra parte, la tierra, como diosa madre, ha inspirado infinidad de obras de arte, tanto escultóricas, arquitectónicas como pictóricas; otro tanto le ha ocurrido como la superficie seca del planeta, que se ha visto retratada en un sinfín de bellísimos paisajes.

Valle de México, de José María Velasco, 1877.
Valle de México, de José María Velasco, 1877.

El agua

El elemento agua representa a todos los líquidos que hay en el planeta y manifiesta, en consecuencia, las propiedades físicas del estado líquido: tiene un volumen propio, pero no una forma propia; tomará la del recipiente que lo contenga. Es un fluido: sobre una superficie sólida, se extenderá uniformemente en todas direcciones hasta formar un charco redondeado; su fluidez hará que pueda desplazarse de lo alto a lo bajo de una superficie inclinada, de tal manera que, al formar una especie de hilo, esté simultáneamente en todos los puntos del recorrido. Si cae a través del aire, formará un chorro continuo, pero si sólo cae una minúscula fracción de líquido, tomará la forma de una esfera perfecta en el aire: una gota.

 

Los líquidos tienen una propiedad física que es fundamental para las artes plásticas, especialmente para la pintura: son capaces de disolver algunos cuerpos sólidos en forma de polvo o cristal molido, mezclas homogéneas que conserven las propiedades de los líquidos, pero con algunas características del sólido, el color o la densidad, por ejemplo.

 

En términos psicológicos, prácticamente todas las sensaciones que nos provocan los fluidos se derivan del líquido que le da nombre al elemento clásico: el agua. El agua nos sugiere transparencia, ligereza, fluidez, pureza, frescura y, sobre todo, vida. El agua nutre a las plantas y sacia nuestra sed. Desde siempre la hemos asociado con la limpieza. Salvo algunos grupos étnicos, no hay cultura humana que no haya desarrollado un rito de ablución o de bautismo con el agua.

 

Pero el agua también conforma las lluvias, los ríos, las lagunas y los mares, y, con ellos, nos provoca sensaciones encontradas de vértigo y remanso, de movimiento continuo y de reposo absoluto, de una fuerza incontrolable y de una inmensidad imposible.

 

Por otra parte, el agua es el único de los cuatro elementos que podemos encontrar en tres estados físicos: como gas en el vapor que se aglomera en las nubes, como líquido en los ríos, mares y lagos, y como sólido en la cumbre de las montañas más altas y en las desoladas regiones los casquetes polares. Tal vez por eso, Tales de Mileto, un antecesor y maestro de Empédocles, propuso al agua como el elemento primigenio. Como sea, esta versatilidad del agua nos provoca una sensación de cambio y transformación muy especial. Además, la naturaleza líquida del elemento agua nos hace identificarlo con la sangre, el líquido vital por excelencia que siempre nos ha producido fascinación, respeto y a veces temor.

 

Desde el punto de vista estético, el elemento agua, por su capacidad para disolver sustancias sólidas, es el vehículo fundamental para elaborar los colores que se emplean en la pintura, ya sea propiamente como agua, como aceite, o como un disolvente.

 

Asimismo, el agua, al mezclarse con la tierra, forma el barro, materia prima fundamental de la escultura y la cerámica.

 

Sin duda el agua fue el primer espejo en el que las personas vieron su rostro reflejado. La capacidad que tiene el agua para reflejar las imágenes que inciden sobre ella, al tiempo que las distorsiona de una manera singular, ha sido relevante en la creación artística.

 

Desde su importancia toral para que haya vida, la humanidad, por lo menos desde que se volvió sedentario y estableció un vínculo de dependencia aún más estrecho con este líquido, lo ha venerado a través de infinidad de deidades asociadas a él, muchas de ellas representadas en hermosas esculturas y pinturas, como el poderoso Neptuno, el señor de las aguas mediterráneas, o el impasible Tláloc, dador de todas las aguas del Anáhuac.

 

Los ríos, lagos y mares también han sido fuente de inspiración para innumerables obras de arte.

El Sena en Argenteuil, de Pierre-Auguste Renoir, 1973.
El Sena en Argenteuil, de Pierre-Auguste Renoir, 1973.

El aire

 

El aire es un gas y, como tal, no tiene forma ni volumen propio, adquirirá aquéllos del recipiente que lo contenga. Por eso, paradójicamente, aunque nos dé la sensación de vacuidad, el aire es el único de los tres elementos que llena absolutamente todo el espacio que lo contiene: un objeto sólido o líquido se puede distinguir del espacio donde se encuentra; el aire, en cambio, no permite que ni una sola porción de ese espacio quede sin su presencia.

 

El aire es ligero, incoloro, inodoro e insípido. Es mucho más fluido que cualquier líquido y tiene una densidad muchísimo menor que la de cualquier líquido o sólido. Ya desde la Antigüedad se sabía que, cuando están juntas dos o tres sustancias con diferentes densidades y que no pueden mezclarse unas con otras, la menos densa se acomodará arriba. Por eso el aire siempre está arriba. Tan ligero es que nos parece que ni siquiera la gravedad terrestre es capaz de atraparlo. Pero sabemos que no es así: el aire está sujeto a la Tierra por acción de su fuerza gravitatoria. De hecho, el único lugar donde puede verse al aire separado del espacio es desde una nave espacial que viaje más arriba de la estratosfera. En cualquier otro sitio del planeta, jamás podremos ver separados al aire y al espacio.

 

Esta capacidad que tiene el aire de llenar el espacio que lo envuelve hace que fácilmente identifiquemos al espacio con el propio aire. Por otra parte, el modelo microscópico de los gases señala que los átomos o moléculas que los conforman están muy separados unos de otros moviéndose al azar en todas direcciones.

 

Psicológicamente, al aire, como a la tierra y al agua, lo asociamos con la vida, aunque de una forma más sutil: como aliento, como esa sustancia intangible que llena nuestros pulmones discreta, pero continuamente a lo largo de nuestra vida, y que se va con ella en nuestro último suspiro.

 

La sutileza del aire hace que lo asociemos con lo abstracto e inmaterial. Si el alma, el espíritu y el aliento vital mencionado arriba tuvieran una esencia física, ésta sería el aire.

 

El aire es de tal ligereza que nos recuerda al vacío. Cuenta Kant en una soberbia parábola que alguna vez volaba muy alto, en un cielo límpido y sereno. El ave, contemplando el maravilloso panorama que le ofrecían sus ojos, planeaba sin esfuerzo en la inmensidad del éter. Una profunda sensación de libertad, de independencia colmaba su espíritu. Justo cuando estaba más arrobada en sus sensaciones, una súbita racha de viento golpeó contra sus plumas. “Si no hubiese aire, pensó entonces, mi libertad sería absoluta”. Si no hubiese aire, por supuesto, el animal no habría podido volar. Ese sentimiento contradictorio de libertad, vacío y plenitud nos asalta continuamente en relación con el aire: es espacio abierto y es vértigo; el aire nos invita a volar, a remontarnos a lo alto; en el aire, en las alturas, están las moradas de los dioses; más allá del aire, en el espacio, donde el aire es tan ligero que ya no es, se encuentran, impertérritas, las estrellas.

 

Pero cuando el aire se mueve, cuando forma vientos furiosos, entonces su presencia nos aplasta y aterroriza. Lo más ligero se transforma en lo más contundente, capaz de derribar un edificio. Como el aire en reposo es la esencia del espacio, el viento es la esencia del movimiento. De hecho, para sugerir el movimiento en una ilustración, dibujamos pequeñas líneas a los lados del objeto que supuestamente se mueve para indicar el viento que acompaña al movimiento.

 

En términos estéticos, la concepción del aire como espacio es fundamental. Toda obra de arte es una conjunción de materia y espacio, de solidez y oquedad.

 

Como en el caso de la tierra y el agua (y también el fuego, como se verá más adelante), al aire se le han asociado poderosas deidades, desde el temible Eolo, cuyos soplos guiaban a buen puerto a los marinos aqueos, o bien les impedía llegar a su entrañable Ítaca, hasta el mágico Ehécatl-Quetzalcóatl, con su tocado cónico y su máscara de pico de ave, desde donde soplaban los vientos dadores de la vida y la muerte.

Vista y plano de Toledo, del Greco, 1614.
Vista y plano de Toledo, del Greco, 1614.

El fuego

El fuego es el único de los cuatro elementos que no corresponde a una manifestación de la materia. Representa, más bien, lo que complementa a la materia en el mundo físico: la energía. Para la física clásica, la materia sin energía no tendría posibilidad de manifestarse y la energía sin materia sería imperceptible. Albert Einstein fue aún más lejos: afirmó que la materia, manifestada como masa pesante, y la energía, son una y la misma cosa; son todo lo que compone el universo. La teoría de Einstein predecía que un poco de materia contiene cantidades ingentes de energía, o bien que se requieren magnitudes enormes de energía para conformar un ápice de materia. Tristemente, las bombas que explotaron Hiroshima y Nagazaki demostraron que las ideas del sabio eran correctas.

 

El fuego que estamos acostumbrados a ver es el producto de la combustión (oxidación vigorosa) de una sustancia orgánica que se manifiesta como luz (la flama o llama) y calor. En términos más precisos, es la energía que libera la reacción química entre el carbono y el oxígeno.

 

Aunque no es un objeto material, el fuego puede verse y puede sentirse. De hecho, al mismo tiempo que el fuego es el resultado de una interacción química, puede ser el causante de muchas transformaciones químicas o físicas. El fuego que produce el gas en las hornillas de una estufa, por ejemplo, puede transformar a los alimentos que se cuecen sobre ella para hacerlos comestibles y sabrosos. Ya hemos visto cómo la acción del fuego, del calor, puede transformar a un sólido en líquido y éste, a su vez, en gas.

 

Curiosamente, la fuente de luz y calor más poderosa e importante de que disponemos no se encuentra en nuestro planeta; se encuentra a más de ocho minutos-luz de ella, en el Sol. El astro en torno al cual giramos es una inmensa bola, no exactamente de fuego, pero sí de una forma de materia y de energía que instintivamente relacionamos con este elemento.

 

El fuego produce sobre nuestra psique una amplia variedad de sensaciones y percepciones. Desde que nuestros ancestros lograron domesticarlo, nos ha acompañado a lo largo de nuestra saga por el planeta. Brinda calor, cobijo y protección; en torno a él establecimos nuestras casas; en realidad, la palabra “hogar” proviene del término latino focaris, que quiere decir “fuego”, “hoguera”.

 

El fuego, como otros elementos, también nos sugiere vida, pero de una forma dinámica, casi violenta. Asimismo, vemos en él la forma más drástica de purificación, al tiempo que, en su acción, la prueba definitiva de la pureza. Al fuego no puede engañársele: el oro puro no dejará residuos cuando se somete a él.

 

El sentido purificador que atribuimos al fuego es el que lo lleva a asentarse en las lúgubres cavernas del purgatorio. Contra lo que pudiera pensarse, las lenguas llamas que abrasan a los pecadores no están allí para causarles dolor, sino para limpiar las inmundicias de sus almas.

 

El fuego es tan próximo a la pasión que puede confundirse con ella: “ardo de deseo”, decimos al ser amado, o bien: “mi corazón es una hoguera”, o, parafraseando al gran Quevedo: “tu amor incendió mi cuerpo, y las cenizas que dejó siguen enamoradas de ti”.

 

Nadie que contemple una hoguera o una simple candela puede escapar de la singular sensación que produce la imagen de las llamas en nuestra mente. Cuando son grandes y violentas, nos invitan a imaginar, dice el pensador francés Gastón Bachelard; cuando son débiles y tenues, nos invitan a ensoñar.

 

Asociamos al fuego con el conocimiento: es la chispa que lo enciende; por eso se dice que los dioses del Olimpo castigaron al gigante Prometeo: al darles el secreto del fuego a los humanos, la sabiduría ya no fue privativa de los dioses.

 

Desde el punto de vista estético, la capacidad que tiene el fuego para transformar a la materia es invaluable. Gracias al fuego, el ceramista da una dureza definitiva a sus piezas; gracias al fuego, el escultor funde el bronce y modela la forma del metal a su capricho, y el fuego, como luz, es la esencia de toda composición plástica.

 

El fuego, especialmente asociado al Sol, se ha venerado a través de deidades muy diversas, muchas de ellas representadas en espléndidas obras de arte.

 

Por último, la extraña belleza del fuego ha sido fuente de inspiración para innumerables pintores, que lo han plasmado de muchas formas, y con un sinfín de significados, en sus obras.

Prometeo, José Clemente Orozco, 1930.
Prometeo, José Clemente Orozco, 1930.
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Responsable de la última actualización de este número: Roberto Abad, Av. Universidad 1001, Col. Chamilpa, CP 62209.


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