La gramática del privilegio
ser humano

En plena Segunda Guerra Mundial, un equipo de matemáticos, lingüistas e ingenieros liderado por Alan Turing trabajaba contra reloj en Bletchley Park, una mansión inglesa convertida en centro de inteligencia. Su misión secreta era una de las más críticas y decisivas de aquel conflicto: descifrar el código Enigma, empleado por los nazis para encriptar sus comunicaciones militares.
Cada mensaje enviado con Enigma era una secuencia de signos aparentemente aleatorios, incomprensibles para quien no tuviera la configuración exacta de la máquina receptora. Sin el código necesario, los mensajes no eran más que ruido; con él, constituían información vital para la estrategia de combate.
Los esfuerzos de aquel equipo nos recuerdan algo fundamental: un código no sólo protege información; define quién puede acceder a ella y quién queda excluido. Un código establece un orden, crea barreras, distribuye poder. Saberlo o ignorarlo puede cambiar el rumbo de una guerra, o de una vida.
Años más tarde, en un contexto completamente distinto, otro código capturó la atención del mundo entero: el código genético. Esta vez no se trataba de ganar batallas, sino de descifrar la gramática secreta de la vida misma. Ahora sabemos que cada célula de nuestro cuerpo contiene, en su núcleo, un conjunto de instrucciones codificadas que determinan cómo se formarán nuestros órganos, cómo responderemos a ciertas enfermedades y hasta de qué color serán nuestros ojos.
Lo fascinante del ADN —con su alfabeto de cuatro letras— no es sólo que contenga toda esta información, sino la forma en que la organiza, la traduce y la transmite. Para que una proteína se produzca, por ejemplo, es necesario que un ribosoma lea la secuencia de nucleótidos como si fuera una receta. Si se omite una letra, todo puede cambiar: una falla mínima en el código puede desencadenar una enfermedad, interrumpir una función vital o modificar una característica completa.
Sin embargo, al igual que sucedía con el código Enigma, el código genético no tiene ningún significado si no hay un sistema que lo lea y lo interprete. Se necesita decodificarlo para que algo ocurra.
Los códigos penales comparten esta misma esencia: delimitan qué actos humanos son permitidos y cuáles merecen castigo; pero alguien tiene que interpretarlos. Todo esto nos revela una misma lógica: los códigos trazan los límites de lo posible. Más allá de informar, un código define, preserva, regula y jerarquiza; separa lo inteligible de lo ilegible, lo legítimo de lo marginal. Un código es, en el fondo, una forma de poner orden en el caos.
Esta lógica no se agota en el campo militar, el biológico o el legislativo. También en la vida social existen sistemas complejos que regulan quién accede a qué, en qué condiciones, y con qué consecuencias. Existen “reglas no escritas” que organizan qué saberes circulan, quién merece reconocimiento y qué caminos están abiertos —o cerrados— para cada persona. Así, aunque los códigos sociales no se lean a través de computadoras o microscopios —y aunque rara vez los identifiquemos como tales—, sus efectos son igual de decisivos: lo que somos, y lo que podemos llegar a ser, depende, en buena medida, de cómo esos códigos se activan, se expresan o se silencian.

Bernstein: cuando hablar es obedecer
Una de las primeras personas en trasladar la noción de código a las ciencias sociales fue el sociólogo británico Basil Bernstein, quien se enfocó, sobre todo, en el proceso de reproducción de desigualdades sociales desde las escuelas. Se preguntó: ¿qué es lo que hace posible que en un aula se transmitan estos modelos de dominación?, ¿cuál es la estructura que lo permite?, ¿cómo opera? [1].
Bernstein notó algo curioso: la mayoría de las teorías de la comunicación que intentaban explicar cómo se reproducen las desigualdades sociales —por ejemplo, por qué los hijos de familias con menos recursos suelen tener más dificultades escolares— hablaban mucho del contenido del mensaje que se transmitía, pero muy poco del mecanismo de transmisión en sí; en otras palabras, se preocupaban por el qué y no tanto por el cómo. Era como si se concentraran en criticar los efectos de un medicamento sin detenerse a analizar la jeringa con la que se administra.
Su propuesta, en cambio, puso el foco en ese “cómo” al estudiar el mecanismo que hace posible que esas desigualdades se traduzcan en formas específicas de hablar, enseñar, aprender o evaluar, que se reparten de manera desigual entre los distintos grupos sociales. Esta distribución, decía Bernstein, no es en absoluto neutra: ayuda a colocar a las personas en distintas posiciones dentro del sistema social, facilitando que algunos mantengan sus ventajas y privilegios mientras que otros quedan en desventaja. Fue en este contexto que desarrolló su Teoría de los Códigos, según la cual el proceso pedagógico en ocasiones puede reforzar las mismas jerarquías que dice querer transformar.
Para Bernstein, un código es una estructura invisible que regula la comunicación, una especie de “gramática social” que no se aprende de forma explícita, pero que moldea cómo se habla, de qué se habla, quién tiene autoridad para hablar y cómo se valida lo que se dice. Y, como todo código, no todos lo dominan por igual. Algunos logran sintonizar con él desde pequeños; mientras que otros quedan fuera de frecuencia, aunque lo intenten.
Así, el código no sólo tiene que ver con lo que decimos, sino con cómo lo decimos: cada grupo social desarrolla ciertos patrones para hablar, escribir o incluso moverse. Esos patrones no son arbitrarios: están marcados por una “semántica subyacente”, es decir, por significados implícitos que organizan lo que es aceptado, esperado o valorado para ese grupo en particular. Esa es, precisamente, la función del código para Bernstein: actuar como un regulador que influye en la elección de las palabras que utilizamos al hablar, muchas veces sin darnos cuenta.
Si imaginamos al lenguaje como un menú, el código no es el platillo que pedimos, sino el conjunto de reglas invisibles que nos dicen qué tipo de alimento se nos antoja comer, cuáles platillos son apropiados para cada ocasión y quién puede comerlos. Así, no todos tienen el mismo “menú” frente a sí: su repertorio de platillos depende de cómo hayan sido socializados, del entorno en el que hayan crecido, y de las oportunidades educativas o culturales a las que hayan tenido acceso a lo largo de sus vidas. Por eso, cuando alguien domina el código lingüístico de los espacios de poder (como la academia, el derecho o la política), no sólo comunica mejor; sus posibilidades de tener éxito también son mejores que las de los demás.
Bernstein propone una distinción clave para entender cómo operan los códigos en la vida social: la diferencia entre poder y control. Aunque a veces se usan como sinónimos, para él son cosas distintas que trabajan juntas para organizar la comunicación. El poder, según Bernstein, tiene que ver con cómo clasificamos, es decir, con qué separamos (o agrupamos) y por qué (desde cómo dividimos las áreas de conocimiento, hasta el tipo de costumbres que consideramos adecuadas en una situación social determinada). Es como si alguien trazara líneas entre distintos compartimentos: esto va aquí, esto allá. En la escuela, por ejemplo, hay una fuerte clasificación cuando los profesores no se involucran en los contenidos de otras materias.
El control, por otro lado, se refiere a cómo se regula lo que ocurre dentro de esos compartimentos o límites, a lo que llamó enmarcamiento: ¿quién puede hablar?, ¿quién hace las preguntas?, ¿quién decide lo que se considera correcto o incorrecto? En el aula, por ejemplo, se ve en la forma en que se organiza la participación o en quién determina el ritmo de la clase y las intervenciones de los estudiantes.
Para Bernstein un código es una combinación de estas dos cosas: reglas de clasificación (entre) y reglas de enmarcamiento (dentro). Es un principio regulador que no se enseña de manera explícita, pero que aprendemos poco a poco al vivir en ciertos contextos sociales. El problema es que no todo el mundo aprende el mismo código: algunas personas han sido socializadas para dominarlo, mientras que otras solo conocen su lugar dentro del sistema, sin haber aprendido a manejar las reglas que lo rigen.
Pero, aunque viajan a través del lenguaje, este tipo de reglas invisibles tienen su origen en la cultura, no en la gramática. Y aquí viene un punto crucial: mientras usamos ese código, nos vamos alineando con una ideología, es decir con una forma más o menos estable de generar sentido, que estructura lo que decimos, hacemos y pensamos sin que lo notemos. Así, cuando hablamos, no solo compartimos información: reproducimos un orden social. Y lo hacemos sin saber que el código que empleamos ya viene cargado de relaciones de poder, desigualdad y control.

Bourdieu: códigos que valen como cheques al portador
Pierre Bourdieu, uno de los sociólogos más influyentes del siglo XX, también abordó el papel de los códigos, aunque desde un ángulo más amplio: el de la cultura. Desde su enfoque, la posición que cada persona ocupa en la sociedad depende de la cantidad y el tipo de capital que posee. Pero no se trata sólo de capital económico (como tener dinero o propiedades, por ejemplo), sino también de capital cultural (como los lenguajes que esa persona domina o el tipo de títulos que ostenta), capital social (como sus contactos o los grupos a los que pertenece) y capital simbólico (el prestigio, la fama y el reconocimiento que recibe de los demás). Para él, los códigos son los medios sutiles a través de los cuales estos capitales se transmiten y validan. Frecuentar determinados lugares, apreciar ciertos estilos de música, saber de qué hablar en una cena formal o cómo rechazar una invitación… todo ello constituye un habitus, una disposición interiorizada que refleja y reproduce los códigos de la clase social de origen [2].
Que la cantidad de dinero que tenemos determina nuestras oportunidades de acceso a bienes y servicio todos lo sabemos. Bien, pues el capital cultural funciona de forma parecida: si dominas ciertas formas de hablar, escribir, vestirte o comportarte, tienes más posibilidades de ser tomado en serio, inspirar confianza y gustar a los demás. Así como la estética que das a tus fotos de Instagram puede influir en la cantidad de likes que recibes, el que sepas “traducir” tus logros personales al lenguaje esperado al redactar tu curriculum puede hacer la diferencia en tus posibilidades de obtener empleo… Pero que poseas el capital no es suficiente; alguien más debe reconocer que tus gustos, esa trayectoria o el outfit que traes puesto son valiosos. Es entonces cuando el capital se convierte en simbólico [3]. Y, ¡ojo! este reconocimiento no es automático: para que alguien lo perciba, tiene que haber sido educado para verlo y valorarlo. En otras palabras, hay que compartir el código que le da sentido.
Piensa en dos personas que llegan a una boutique de lujo. Una viste con ropa sencilla y habla con un acento regional; la otra lleva un atuendo de diseñador y se expresa con términos que remiten al mundo de la moda. Aunque ambas tengan dinero para comprar, es probable que la segunda reciba un trato más deferente por parte del personal. No sólo por lo que dice o lleva puesto, sino porque el entorno reconoce su capital simbólico como señal de que “pertenece” a ese espacio.
Tanto Bourdieu como Bernstein subrayan que no todas las personas tienen acceso a los mismos recursos simbólicos. No se trata sólo de saber hablar, sino de saber usar las formas de hablar que en cada contexto se consideran valiosas. Y eso depende del entorno familiar, escolar y social en el que crecimos. Así, el acceso desigual a los códigos y capitales contribuye a reproducir las jerarquías sociales sin que necesariamente se note: las desigualdades se naturalizan porque parecen reflejar méritos individuales, cuando en realidad están sustentadas en mecanismos simbólicos invisibles.
Maton: el GPS de lo que vale (y lo que no vale)
Más recientemente, Karl Maton desarrolló la Teoría de Códigos de Legitimación, extendiendo y sistematizando muchas de las reflexiones de Bernstein y Bourdieu para mostrar que incluso el conocimiento se codifica de maneras que legitiman o marginan a distintas formas de saber. La medicina, la danza, la arquitectura, la moda o los deportes son para Maton campos de conocimiento, y se pregunta: ¿por qué ciertos tipos de saberes son considerados legítimos o valiosos en determinados campos y no en otros?, ¿por qué en ciertos espacios importa más qué sabes y en otros quién eres? [3].

Maton propone que estos campos de conocimiento están estructurados por códigos de legitimación que resultan de la combinación de dos tipos de fuerza: la que corresponde a las relaciones epistémicas (qué tan importante es el conocimiento mismo) y la que concierne a las relaciones sociales (qué tan importante es quién posee el conocimiento).
Una forma sencilla de visualizarlo sería imaginar un plano cartesiano atravesado por dos ejes: X y Y. En algunos campos, los códigos dominantes tienen más que ver con la capacidad de demostrar un dominio objetivo del contenido, mientras que en otros las credenciales personales, las redes o la identidad pueden ser tan relevantes como el saber mismo.
Un ejemplo claro de este cruce de códigos se da en el arte contemporáneo: para legitimar una obra no basta con su calidad técnica; también es crucial el prestigio personal del artista, las redes de galerías que lo respaldan, las personalidades que han adquirido sus ejemplares y su capacidad para enunciar su obra en términos retóricos rimbombantes. Aquí, las relaciones sociales son tan relevantes como las epistémicas para definir qué arte es considerado valioso.
La intersección de estos ejes da lugar a cuatro cuadrantes. En cada uno de ellos se prioriza uno de los dos tipos de relación, ambos o ninguno. Quienes dominan ambos, conforman el reducido grupo con acceso a un código élite, mientras que, en el extremo opuesto, se ubican los no iniciados o, quienes se hayan en un código relativo.
Lo interesante de esta teoría es que considera cómo se manifiestan las fuerzas relativas de las relaciones epistémicas y sociales en las distintas prácticas y contextos (cada práctica tiene una configuración distinta) ayudando a caracterizar los códigos dominantes para cada caso. A su vez, esto permite explicar por qué a veces ciertos individuos no logran obtener legitimación en sus comunidades mientras que otros, que emplean códigos distintos (es decir, otra combinación de estas fuerzas relativas), sí. La configuración de los códigos que cada uno domina es distinta: una coincide con el código privilegiado, mientras que la otra choca con este [5].
Pensemos, por ejemplo, en dos personas que conocen una melodía: una sólo la recuerda de oído pero la interpreta con gran efusividad en las calles, mientras que la otra puede leerla en partitura y lleva además el apellido de una reconocida familia de músicos de orquesta. Mientras que en el contexto del folklor urbano el primero podría obtener éxito e incluso fama por su carisma y la conexión que establece con la gente, quizá no le sería suficiente para ingresar al conservatorio. Cuando se trata de impresionar a un jurado musical, el dominio de un código élite suele abrir más puertas.
Decodificando la gramática del privilegio
Comprender la noción de código en ciencias sociales es, en última instancia, aprender a leer entre líneas. Es reconocer que detrás de cada oportunidad, de cada éxito o de cada exclusión, hay sistemas de reglas que no siempre se enseñan explícitamente, pero que operan con fuerza estructurante. Así como el código genético decide cómo una simple cadena de moléculas se convierte en un ser vivo completo, el código, como lo hemos entendido aquí, determina nuestras posibilidades de pertenencia social.
Esta conciencia es vital en tiempos donde el mérito se presenta como algo puramente individual, ocultando los privilegios codificados que facilitan o dificultan el acceso a los espacios de poder y prestigio. Visibilizar los códigos no significa negar el esfuerzo individual, sino situarlo en un contexto más amplio donde las condiciones de posibilidad están distribuidas de manera desigual. Quizá, en última instancia, entender cómo operan los códigos sociales sea aprender a escuchar el murmullo de lo que pudo ser, pero que las reglas del juego, silenciosamente, dejaron fuera.
Referencias
[1] Bernstein, B. (1990). Poder, educación y conciencia. Sociología de la transmisión cultural. El Roure Editorial.
[2] Bourdieu, P. (1995). La lógica de los campos. En: Respuestas por una antropología reflexiva. Grijalbo, pp. 63-78.
[3] Bourdieu, P. (2000b). Sobre el poder simbólico. En: Intelectuales, política y poder. Eudeba, Universidad de Buenos Aires, pp.65-74.
[4] Maton, K. (2014). Knowledge and Knowers. Towards a Realist Sociology of Education. Routledge.
[5] Maton, K. (2016). Legitimation Code Theory: Building knowledge about knowledge-building. In: Maton, K. Hood, S. & Shay, S. (eds.). Knowledge-building. Educational studies in Legitimation Code Theory. Routledge.
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