Pintura y cerámica: espejos de la historia
Cruce de peatones
La pintura y el agua
En la capacidad que tienen los líquidos para disolver sustancias sólidas y formar con ellas mezclas homogéneas que mantienen algunas propiedades del sólido, como el color, y otras del líquido, como la fluidez y la posibilidad de extenderse sobre una superficie, está la clave del arte de la pintura. Por eso decimos que, así como la escultura es el arte de la tierra, representada como masa material y la arquitectura es el arte del aire, representado como espacio, la pintura es el arte del agua, representada como disoluciones de sustancias coloridas o pigmentos.
El diccionario define a la pintura como “el arte de aplicar color a una superficie con el propósito de crear imágenes”. Aquí estriba la diferencia fundamental de la pintura con las otras artes plásticas: mientras que la obra artística que crea un escultor es un objeto sólido, tridimensional, que ocupa un lugar en el espacio, y la obra artística que crea un arquitecto es un espacio tridimensional circunscrito en un cuerpo material, la verdadera obra artística del pintor es la imagen que contiene, sea ésta natural o imaginada. Físicamente, una pintura es un objeto plano (puede ser un muro, un lienzo, una tabla o una hoja de papel) sobre el que se ha plasmado una imagen; pero la obra de arte pictórica no es ese objeto, más bien es la imagen que contiene. Dicho de otra forma, mediante una pintura es posible representar a una escultura e incluso a un edificio, pero es imposible representar a una pintura mediante una escultura o una obra arquitectónica. Prueba de ello es que la mayoría de las imágenes que hemos empleado a lo largo de este texto para ilustrar las propiedades físicas de los elementos y sus connotaciones psicológicas y estéticas han sido pinturas.
La pintura es imagen. La pintura es espejo. La pintura, pues, puede representar absolutamente todo: tanto lo que existe en la naturaleza, como lo que se incuba en nuestra mente; puede ilustrar el orden y el caos; el equilibrio y el movimiento; la inmensidad y la pequeñez infinita (alguien alguna vez habrá pintado un átomo, muchos han pintado el cosmos); hecha, como todo, de los cuatro elementos, la pintura puede ilustrarlos en paisajes, marinas y naturalezas muertas: decíamos que la pintura es espejo, pero también es espejo de sí misma. Lo único que escapa a su omnipotencia es el sonido, esa perturbación que fluye a través del aire, materia prima de un arte que no pertenece a la familia de las artes plásticas: la música.
Según el soporte que las contenga, las pinturas se dividen en pintura mural, que comprende toda pintura parietal, desde las rupestres paleolíticas hasta los grandes frescos, y pintura al caballete, que agrupa a todas las pinturas realizadas sobre un soporte móvil (tabla de madera o de lienzo).
Un rápido recorrido por las técnicas pictóricas nos llevará también por la evolución de la pintura a lo largo de la historia, ya que dichas técnicas dependieron en gran medida del avance cultural y tecnológico de los seres humanos.
La más antigua es la pintura al fresco y tiene como antecedente más remoto las hermosas pinturas que los hombres del paleolítico plasmaron en las paredes de sus cavernas. Consiste en la aplicación de pigmentos disueltos en agua sobre una capa de cal mezclada con arena extendida sobre una pared de piedra o ladrillo; la pintura debe aplicarse cuando la cal aún esta húmeda o “fresca” para que los pigmentos se adhieran a la superficie de forma indeleble.
Los egipcios emplearon esta técnica para decorar sus tumbas (aunque el término decorar tal vez no sea del todo exacto, más bien la emplearon para plasmar en los muros de las tumbas imágenes con significados mágicos y religiosos que facilitarían el tránsito de la momia por el inframundo). Los griegos y romanos se sirvieron de ella para decorar sus residencias particulares; los indígenas americanos la emplearon para decorar tanto sus residencias como sus edificios públicos. Durante la Edad Media y el Renacimiento, la pintura mural con temas religiosos proliferó en el interior de los templos. Nuevas técnicas que surgieron en el Renacimiento y los siglos subsiguientes hicieron que poco a poco dejara de emplearse la pintura mural. Aunque, precisamente en México, durante la primera mitad del siglo pasado, la pintura mural vivió un vigoroso renacimiento, plasmada en hermosas obras de temática social que invadieron con sus vistosos colores infinidad de edificios públicos del país.
También en Egipto, y más tarde en Grecia, se empleó con frecuencia la pintura a la encáustica, que consiste en aplicar pigmentos diluidos en cera caliente sobre una superficie preparada, que puede ser de madera o marfil.
En la Edad Media se incubó la pintura al temple, una técnica que consiste en diluir el pigmento en una sustancia aglutinante, como huevo o cola, para aplicarlo sobre una superficie de madera previamente preparada y alisada. Se empleó esta técnica para elaborar retablos de temas religiosos destinados a decorar los altares.
Entre las muchas innovaciones que trajo el Renacimiento, una de las más destacadas es la técnica de pintura al óleo. En este caso, los pigmentos se disuelven en aceite de linaza y se aplican sobre una tela clavada en un bastidor. Esta técnica se extendió rápidamente por toda Europa y no tardó en sustituir a las pinturas al fresco y al temple, ya que tenía muchas ventajas prácticas sobre ellas; en especial, la pintura al óleo tiene la gran ventaja de permitir realizar infinitos retoques y superponer diversas capas de pintura. Ha sido la técnica más empleada en la época moderna, desde el siglo XVI hasta principios del siglo XX.
También data del Renacimiento la acuarela o pintura a la aguada, una técnica muy socorrida en el lejano Oriente y que consiste en aplicar los colores disueltos en agua sobre papel. Desde entonces se ha empleado principalmente para hacer esbozos rápidos y paisajes. Tiene la desventaja de que, una vez aplicado el color, no hay manera de dar marcha atrás.
El siglo XX trajo consigo la pintura con acrílico, que consiste en utilizar colores elaborados a partir de resinas sintéticas. El acrílico posee casi tanta riqueza cromática y de texturas como el óleo, y tiene la ventaja de secar más rápido y ser mucho más barato.
La reproducción colorida de imágenes empleando al elemento agua como vehículo de los pigmentos, y que comenzó en los lejanos tiempos de la prehistoria, es quizás el arte que más obras ha prodigado en todos los rincones del planeta.
La cerámica y el fuego
Cuando hablábamos de la escultura, nos referimos a una técnica que consiste en llevar a un horno una pieza modelada en barro para que adquiera una dureza y una perdurabilidad aceptables; llamamos cerámica a esa técnica. El diccionario la define como el “arte de fabricar vasijas y otros objetos de barro, loza y porcelana de todas clases y calidades”. Ahora bien, para fabricar tales objetos, el concurso del fuego es indispensable. No hay cerámica sin fuego; la cerámica, pues, es el arte del elemento fuego, representado como el interior de un horno.
Como la pintura y la escultura, la cerámica ha acompañado al hombre desde tiempos prehistóricos, desde el feliz día en que algún aguzado hombre de las cavernas observó el mágico efecto que tenía el fuego sobre el barro seco.
Por otra parte, la cerámica, como ninguna otra arte plástica, es producto del amalgamiento cómplice de los cuatro elementos en su forma más arcana y literal: es la arcilla de la tierra que, empapada con agua, adquiere una consistencia plástica que la hace posible de modelar (y también de moldear); una vez que ha adquirido la forma que deseamos, el aire ayuda a secarla para poder resistir, luego, el fuego del horno que le dará dureza y resistencia.
Humilde como la propia tierra que conforma a sus piezas, se ha considerado a la cerámica como un arte menor, un arte popular o una artesanía. Esto se debe a que los objetos elaborados mediante esta técnica por lo general tienen un fin utilitario y no artístico: las piezas que salen del torno de un alfarero están concebidas para darles un uso, no para manifestar belleza, aunque muchas de ellas son muy hermosas.
Cuando el barro que trabaja el ceramista se transforma en un objeto escultórico o en un mosaico colorido, entonces se le da el nombre de escultura o pintura en barro a su obra, y puede codearse con otras obras que generan estas artes; pero, a fin de cuentas, es la cerámica el arte que la engendró.
Porque, de la misma forma que en el objeto cerámico se amalgaman los cuatro elementos clásicos, en esta técnica confluyen las tres artes plásticas clásicas: ya hemos visto cómo es posible crear esculturas (y en todas sus variantes de cuerpos únicos o de alto y bajo relieves) con barro; asimismo, su superficie puede ser soporte para la imagen pictórica, ya sea aplicando los pigmentos disueltos en agua sobre ella, o aplicándolos en una suspensión de agua y vidrio molido para que la acción del calor del horno funda el vidriado y el color quede atrapado en un esmalte. Por otra parte, las piezas cerámicas pueden ser un elemento decorativo de la obra arquitectónica, y hasta pueden ser la obra misma, como ocurre con las casas que se elaboran con ladrillos de barro crudo y luego se queman desde su interior para que adquieran dureza y consistencia.
Por su carácter utilitario, la cerámica tiene un valor insospechado para el antropólogo y el historiador ya que los objetos de barro que produce nos pueden decir mucho acerca de los hábitos y costumbres de una comunidad; por ejemplo, podemos saber, gracias a ellos, qué comían y que bebían los habitantes de una población que floreció hace tres mil años. Los restos de las piezas de cerámica son los mejores aliados del arqueólogo en su afanosa tarea de reconstruir una cultura antigua a partir de las huellas que dejó a su paso.
La cerámica, hija pródiga de los cuatro elementos, es tan indeleble como la tierra misma…
Imagen de portada: Claude Monet pintando en su barco-taller en Argenteuil, por Édouard Manet, 1874.
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